Por Jesús Chirino.
La precarización de las relaciones laborales en el Estado tiene, por lo menos, dos caras:por una parte el trabajador todos los días enfrenta la inseguridad de saber que la continuidad de su empleo depende del humor de los funcionarios. Del otro lado jefe o jefa de turno sabe que puede demandar conductas complacientes pues ante cualquier señal de enojo o insatisfacción de su parte, el trabajador enfrenta el miedo de poder quedarse sin trabajo.
Por muchos años el trabajo desprotegido en el Estado fue el arma de los caudillos conservadores, en épocas del voto cantado. Luego esta censurable costumbre continuó a pesar de los constantes reclamos de las organizaciones gremiales. En la reforma constitucional del `57 se intentó ponerle fin incluyendo el derecho a la estabilidad del trabajador en el Estado en el tantas veces citado artículo 14 bis de la Constitución Nacional.
Pero esta práctica que pretende usa el temor como estrategia de control continúa. En los años `90 el Estado, privatizaciones mediante, arrojó muchos trabajadores ala intemperie de la desocupación. En la última década, en general gracias al desarme de la legislación protectora de los `90, los funcionarios hacen gran uso de la precarización laboral en el Estado. Los índices de trabajadores precarizado han ido aumentando y se han transformado en un rasgo de las prácticas estatales en los últimos años, a tal punto que se han tornado prácticas habituales los contratos temporales que se renuevan por años; el fraude laboral a partir de hacer figurar a los trabajadores como prestadores de servicios; etc.
Si pretendemos construir una sociedad justa no podemos cerrar los ojos a esta censurable práctica que naturaliza el miedo a perder el trabajo como estrategia de control. La manera de desmontar esta indeseable situación, por ejemplo en el municipio de Villa María, es hacer que todos los trabajadores,sean contratados o facturantes pasen a integrar la planta permanente de empleados municipales.