En la esquina del barrio estábamos como siempre, sentados a la sombra de un frondoso paraíso. Como sucedía en los calurosos días del verano. Éramos el grupo de los más chicos, andábamos todos alrededor de los doce y era raro que a la siesta nos encontramos ahí, pero había una razón: ¿vamos a ir a la cancha? Ese día era el partido de Maradona.
“Ir” significaba colarse. No era nada nuevo. Ya lo habíamos hecho en otras oportunidades. Pero en esta ocasión había que planificar por dónde entrar. Sabíamos que iba a ir mucha gente, pero también no iban a estar los cuatro o cinco policías que habitualmente estaban en la Placita los días del partido.
Alguno sugirió entrar por las vías, otro por detrás del aserradero… En realidad manejamos muchas opciones, hasta ir a poner carita de lástima a los que estaban en la puerta, pero para esto no daban los números eran varios, seguramente algunos pasaríamos y otros quedarían afuera. No había otra que colarse como es debido.
Obvio que no era un partido cualquier o unos de esos en que embolados alguien preguntaba “¿quieren que vayamos a la cancha?” y para allá salíamos. Se trataba de una ocasión especial.
Los había más hábiles y duchos a la hora de trepar una tapia, saltar, escabullirse… Bueno, otros no tanto. La cuestión era: todos. Por lo tanto, alguno iba a tener que hacer “calcio”, entrelazando los dedos de ambas manos para que apoyáramos el pie y así darnos impulso (no sé cómo ni porqué se llamaba así, pero que era útil para trepar tapias, lo era).
Allá fuimos. Imposible por el lado del ferrocarril, estaba la montada; menos por el lado del aserradero, no conocíamos el terreno y los yuyos nos superaban en altura hasta por metros; por las rejas tampoco, mucha gente y policía en la vereda… Aún faltaba para que el partido comenzara. La ansiedad y la impotencia nos venían ganando cómodos el partido. No había forma. Ya no quedaba nada, hasta que sobre la calle Sabatini se abrió una luz. Ahí estábamos, esperando el milagro. Salen los equipos a la cancha. Zas!! El momento justo hasta el más impoluto e incorruptible de los policías no se aguantó las ganas de ir a verlo. Saltamos todos. Sí, todos. Eso sí, corrimos en distintas direcciones y en algún lugar de la Placita nos ubicamos para ver a DIEGO ARMANDO MARADONA, en Villa María.
Recuerdo que estaba en la tribuna del aserradero y pude ver el gol que le hizo al “Nipón” Bazán (al que de nada vale la pena cargar, porque está orgulloso que el Diego se lo haya hecho) clavando en el ángulo un hermoso tiro libre, algún que otro tiro de esquina pateó desde ese lugar, regaló algunos firuletes… era el barrilete cósmico que empezaba a levantar vuelo…
Después vino el cambio y tan rápido como pudimos salimos por donde entramos, sí, volvimos a saltar la tapia para ir a verlo cuando salía de la cancha, pero nunca supimos qué tan rápido lo hizo o cómo, fue imposible… Listo. Ya habíamos visto el que luego sería el más grande, el que nos regalaría alegrías y emociones inolvidables, el que nos deslumbraría, el que imitaríamos jugando en el pavimento de la cuadra o en el campito de la vuelta, con el que lloraríamos de alegría en los éxitos o de tristeza al verlo caer, por el que nos haríamos hinchas del Barça… del Napoli… pero más que nada de la selección, su gran amor.
¡Hasta siempre Diego!
Marcelo Zona